Por Mg. Internacional en Comunicación, Viviana Urrutia
En nuestro Linares persiste la huella silenciosa de culturas ancestrales que la habitaron, como aquel mirador del Valle del Maule tan singular que es el cerro Quiñe y significa “Uno”, Achibueno que quiere decir “aguas cristalinas” o Ancoa “cuerpo de lechuza”, todas palabras en mapudungun.
La mayoría hemos vivido la experiencia de estar dentro de una cocina de humo de alguna familia rural cercana y la magia innegable que se produce alrededor del fuego. Mientras se están preparando unos alimentos y ahumando otros, se inhalan mezclas de aromas intensos campestres, además de la misma leña. Al mismo tiempo que acompañan los sonidos cíclicos de los maderos quemándose y de las tareas que se están realizando en el fogón, surgen historias antiguas que en nuestra infancia eran verdaderas películas de terror contadas por los mayores y nos fascinaban tanto como nos asustaban después de haberlas escuchado, durante esos trayectos oscuros que se debían recorrer de forma inevitable en un punto de la jornada.
Esas cocinas de humo son una versión moderna, pero con la misma lógica de las rucas mapuche de paja, madera y barro y otra prueba de la permanencia de tradiciones que quedaron de su paso. Alrededor de su fogata, también, mediante relatos se traspasaban conocimientos, hazañas de antepasados y en definitiva, la cultura.
Linares es parte de una zona bendecida por su clima y se evidencia en la fertilidad de sus tierras. A diferencia de otras regiones del país, las estaciones son muy definidas, pudiendo distinguirse con exactitud la partida de cada una de ellas con su belleza única en esplendor. Sin duda, esa fertilidad hizo muy codiciado este valle por sucesivos conquistadores y somos el resultado de esa suma de influencias.
El viernes 20 de junio de 2025, exactamente a las 22:42 horas de Chile, se produjo el solsticio de invierno en el hemisferio sur, siendo la noche más larga del año y el día más breve. La naturaleza dio inicio a su renacimiento. Los árboles y plantas caducas ya no tendrán hojas y entraron en una fase de inactividad o latencia vegetativa. Están preparadas para la falta de luz y calor, su sangre o savia fluye al mínimo y se concentra en la raíz para mantenerse con vida. Adecuaron todo su sistema para sobrevivir a esta penumbra y agresividad invernal, a todas las tormentas, inundaciones y al frío insoportable que vendrá.
Esta transformación les permitirá florecer en primavera y dar sus frutos en verano. Dicho ejercicio solemne de la naturaleza brinda la oportunidad a la vegetación de resistir y continuar en este mundo y es responsable de que los animales puedan alimentarse, entre ellos nosotros, los seres humanos. La sucesión de este proceso ha permitido la vida desde tiempos inmemoriales. Por eso las culturas ancestrales, incluso los vikingos, conmemoraban el Solsticio de invierno.
Los mapuche llaman a esta fecha sagrada Wetripantu o nueva salida del Sol y los Inca, Inti Raymi o fiesta del Sol. Es una ocasión digna de llevarnos a la reflexión por significar el renacimiento literal de la flora en la tierra. Si nos sabemos parte de la naturaleza, podemos tomarla como una ocasión sagrada de introspección por nuestro bien individual y de los que nos rodean. Volcarnos a nuestro interior para más tarde florecer y brillar, junto a los arbolitos y plantas, que son un ejemplo de resiliencia a seguir.
No tenemos noción de las innumerables generaciones de humanos que han pisado este suelo, pero sí que el cerro Quiñe que tiene millones de años, los ríos Achibueno y Ancoa un tanto menos, seguramente seguirán aquí después de los tataranietos de nuestros hijos, dando vida a la vegetación que hace sólo unos días vivió su ritual sigiloso y sin tiempo, del que hemos dependido siempre.
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